Ahora sí, me viene la cabezada, el amodorramiento del carnero, que creo que va a terminar en el duermevela, ese sin fin soporoso, ese no saber si estás en la soñera o en la vigilia.  De repente, la oscuridad de mi cuarto es invadida por un extraño y ácido olor a no sé qué. En seguida vino a mi mente la figura de algo horrendo, una figura sin rostro, seguida por varios roedores. Un olor fétido, persistente, se filtra por las aberturas de la casa. Creo que viene del exterior.  Desnudo como estoy, me precipito hacia la puerta de entrada y descubro que nadie transita por las veredas. Todo es un irreconocible páramo en una noche pintada de ocres. Sólo hay una excesiva polarización de la amarillada luz de la luna y un vaho denso y pegajoso que se eleva desde la calzada. Pero, abajo, toda la tierra huele como si le hubieran despanzurrado el vientre. Desde la profundidad cloacal de cada sumidero se eleva el vapor de un gorgoteo pútrido. Los adoquines traspiran. Todas las paredes destilan un fermento gelatinoso, descompuesto. Desde el fondo de la calle, avanza sobre el empedrado, un barrizal aguanoso que anega todo y se mueve de una vereda a la otra. Lo que domina es un olor tan mefítico y ofensivo que parece producirse por una especie de amalgama de todos los descalabrados olores del mundo. Está lleno de humedales por donde se mire. Mis pies descalzos pisan las resbalosas fibras del moho que a veces despunta, como un libidinoso fasto genital. Soportando ese  olor que penetra la nariz, lo oídos y hasta la sesera, se termina por no saber a qué huele y me rodea la vaga pregunta de a qué viene esta pestilencia.
Y cuando el moho empieza a fermentar se filtra por las hendijas de las casas un áspero barrunto a semen, a jugos de placenta, a entraña recién fecundada. Vuelvo a mirar mi cuerpo y no entiendo por qué estoy completamente desnudo. El aire va saturándose de una especie de invasión fetalmente imperial  que veo traspirar por todos mis poros y va depositándose en mi memoria la ignota extranjería  de los olores. Todo huele a moho, a cebollas putrefactas, a venenosos ácaros, a cosas antiguas, a vértigo, a cianuro, a ovario fúnebre. Puedo intuir el tufillo esperanzador de una colosal tormenta que arrasará con todo. Puedo también sentir el retemblor de un nacimiento incierto. Pero ya comienzan a estallar fogatas por todos lados, lo que agrega el endemoniado azufre a la hediondez global. Desde los desechos de la quema se levanta una enloquecida algarabía de alzados cuervos del tizne que vienen a posarse sobre el fétido paridero de la tierra que nunca hubiéramos querido conocer.
En el fondo de la brumosa penumbra veo al corrompedor Nosferatu adorando a su amada y esperando la llegada de sus vástagos antes que el sol asome. Su presencia es dominante, apestada, victoriosa. Nunca asistí a un alumbramiento contra la vida, contra la rosa. Como el Rey, me veo desnudo y siento unos vagos escrúpulos de conciencia. No sé por qué.
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Juan Disante
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