
domingo, 7 de julio de 2024
Hamlet siempre está.
Año 1967. Era muy joven cuando con un amigo fuimos a ver en un cine de la calle Corrientes la obra “Hamlet” interpretada por el ruso Grigori Kozintsev. Salí tan impresionado y atrapado por la obra, que estaba convencido de que nunca más en mi vida iba a apreciar algo tan profundo. Tal vez haya sido una exageración; pero no, después de tantos años recorriendo arte y fundamentos literarios, sigo dominado por la pieza de W. Shakespeare, investida de un prestigio único desde su primera función en el año 1600, como el mayor drama de una de las más grandes obras teatrales de la historia. Parece que hubiera sido ayer, pero han pasado 424 años desde su creación.
En su comienzo vemos dos guardias cuidando un castillo en una fría y neblinosa noche de invierno. De pronto ven emerger por detrás de la muralla una imagen con un rostro ajeno y demudado . Uno de ellos le apunta con su arma, pero la figura desaparece.
Al rato llega el joven Hamlet, hijo del difunto excelso rey de Dinamarca, saluda a los guardias y estos le cuentan los detalles sobre la misteriosa aparición.
En ese momento la figura vaporosa reaparece y llama a Hamlet para que se acerque. Este camina hacia él y se enfrenta con ese fantasmal espectro, quien se presenta como “el espíritu vindicador”, manifestándole que no había sido una serpiente la causante de la muerte de su padre durante una siesta en el jardín, sino un veneno inoculado en sus oídos por su propio hermano Claudio, que después de producirle atroces dolores, lo había matado.
Hamlet confía en las palabras del espectro que le estaba dando testimonio de una verdad, la traición de su tío para quedarse con el poderío total del reino. Fuera de sí, se esfuerza por contenerse, porque recordó que su madre acababa de casarse con Claudio, consanguíneo hermano de su padre.
La figura justiciera del espectro se disipa sin antes encomendar a Hamlet que vengue a su padre.
Creo que la atrapante densidad posterior de la obra está condicionada por un mensaje entregado por un fantasma y que lo pondrá a Hamlet en activa acción para cambiar el curso de su vida y del devenir social, señalando las mentiras y traiciones de las ambiciones políticas de los retrógrados, aquellos que sólo buscan el vanidoso interés personal del gobierno y nada más.
Lo que vuelve creíble estas palabras es que provienen de una entidad sobrenatural que inspira confianza al hijo del bondadoso rey muerto por un abyecto y oculto crimen. Es la aparición del odio y también es el regreso del amor. Sin embargo, la conciencia de Hamlet duda entre el deslustre del cariño y el actuar con tirria. Se sabe frágil. Reconoce sus debilidades. Allí descubre que se encuentra entre los remisos integrantes de una sociedad que buscan la felicidad con actitudes dignas del ser humano.
El final de la obra es una excelencia del pensamiento en manos de Shakespeare.
No es casual que cuatro siglos más tarde se vuelva a representar “Hamlet” en todos lados para la propia conciencia universal, en el fútil teatro del mundo en el que nos movemos, tal vez esperando un fantasma que invada esta escena y nos indique, con su tembleque índice, el camino a seguir. J.D.