Alguien dijo que Zama es un libro sobre la espera. Puede ser. La primera imagen con la que empieza el que es, tal vez, el mejor libro de la literatura argentina, nos muestra a un mono muerto que el río mueve, pero no desplaza. El río, dice, que siempre ha sido una invitación al viaje, tiene a ese cadáver de mono atrapado entre unos palos. Parece estar ahí rogando no convertirse en materia putrefacta, en comida de peces y aves carroñeras, no al menos en ese lugar del puerto, sucio y transitado. Ser uno con las moléculas del agua y viajar al mar que se adivina o se sueña y tocar las costas de lo desconocido. El cadáver espera. Pero la vida es demasiado urgente como para ocuparse de la carne muerta de un mono.

Antes del comienzo, el libro está dedicado a “las víctimas de la espera” y, casi al final dice “Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más”. Así que sí, es lo más seguro: Zama es un libro sobre la espera. Diego de Zama, el protagonista, espera ser por fin reconocido y enviado a una posición mejor por sus superiores. Es un funcionario de la Colonia, en algún lugar de América que podría ser Paraguay o Misiones. Espera también que le paguen, pero los pagos se retrasan o nunca llegan y, a pesar de su estatus de empleado de los conquistadores, va cayendo en una caída que no es libre, sino que se mide por escalones que descienden hasta tener que prostituirse por unas monedas con una mujer vieja y seca. Diego de Zama espera que Marta, su esposa que está allá, en algún lugar que podría ser Mendoza, o La Pampa, o cualquier sitio más al sur de donde se encuentra, lo espere. Que siga siendo la esposa fiel, sinónimo de hogar, de descanso, de paz, que él recuerda. Espera, y es como ese mono del comienzo: un cuerpo que quiere dejarse fluir de pura inacción, pero que no fluye porque el río no tiene la furia suficiente para desenredarlo de los acontecimientos. Las injusticias, las desigualdades, las inequidades y la crueldad del poder lo tienen como víctima cuando siempre había mirado a todos desde arriba. Pero no hace nada. La de Diego de Zama es una espera angustiosa pero resignada. Como quien espera que cambie la suerte o que Dios venga finalmente a arreglar las cosas. Aun habiendo leído en la Biblia que cuando Dios viene a arreglar las cosas inunda, quema, asesina, arrasa. Rezar para que la vida mejore y repetir cada noche “que sea lo que Dios quiera”.

Hay quienes dicen también que Zama es un libro sobre el psicoanálisis. Que Antonio Di Benedetto, en su estructura de tres partes --Año 1790, Año 1794, Año 1799-- escribe el consciente, el preconsciente y el inconsciente. Podría ser. Porque Diego, en su derrota escalonada, se va alejando de la organización de la ciudad que cerca las instituciones, para irse sumergiendo cada vez más en una zona de lógica de pesadilla. Los deseos castos y la fidelidad van deviniendo en deseos salvajes y hacia las salvajes. El enigmático niño rubio que aparece en la obra ha sido agua para el molino de esa interpretación. Un niño de unos doce años, sucio, desarrapado y descalzo que irrumpe en la noche para jugar con las monedas de Diego, o ayudando a una especie de hechicera, o recostado en su cama, pero imposible de atrapar cuando se lo corre y, claro también, en el momento final de la vida de Diego --y de la novela-- para recriminarle con cínico candor que en diez años no ha crecido nada. Ese niño podría ser alguno de los dos hijos de Zama --el apenas recordado que tuvo con Marta o el casi animalito y no reconocido que tuvo con Emilia, una mujer con quien intentó durante un tiempo aliviarse de la falta de esposa--. Aunque también podría ser él mismo de niño, que se visita cada tanto.

Ese mismo niño, exótico en su blancura en un territorio lleno de gente marrón, ha sido visto como un Hermes latinoamericano. Hermes, hijo de Zeus y de Maya, es el eterno púber travieso, astuto y un poco delincuente que lleva y trae mensajes, y acompaña también a las almas al inframundo.

Quién sabe. Cuando su editor le preguntó a Di Benedetto por el significado de ese niño, la respuesta fue el silencio.

Un libro sobre la espera. Un libro sobre el poder. Un libro sobre la crueldad de los conquistadores. Un libro sobre el peso de la existencia. Un libro sobre el más allá de la conducta y el más allá de lo terreno. Un libro, en definitiva, que debería ser de lectura obligatoria para todo el mundo, pero sobre todo para quienes escriben o simplemente aman la literatura. Para envidia de quienes intentamos hacer nuestros palotes en este oficio, Zama es primera novela de Antonio Di Benedetto, escrita a la edad de treinta y cuatro años.

Sin negar o desmentir ninguno de los análisis ni aportes que se han hecho acerca de esta obra, quisiera aportar mi experiencia. Yo creo que Zama es una novela sobre la esperanza. Sobre la tozudez de la esperanza que se impone, aun cuando el sujeto parece querer abrazarse a la muerte.

En el tramo final de la novela, Diego ha sido atrapado por los “salvajes”, guiados por su enemigo jurado, el capitán Vicuña Porto. Van en busca de piedras preciosas y Zama sabe que, si les dice que no van a encontrar nada de valor, va a peligrar su vida, pero que si no se los dice, va a tener que seguir viviendo, cosa que ya no quiere. La decisión no es fácil, pero elige ir voluntariamente hacia la muerte: “... hice por ellos lo que nadie quiso hacer por mí: decir, a sus esperanzas, no”. La ejecución es ya cuestión de tiempo y de estilo. Le cortarán el cuello con un facón, o tal vez le atravesarán la garganta con una flecha o, quién sabe, tal vez lo ajusticien con el tan español método de la soga al cuello. Diego, por fin, dejó de ser una hoja en el viento del devenir y asumió una acción y sus consecuencias. Vicuña Porto, porque ha logrado convencer a la tribu de que hay, a pesar de todo, una posibilidad de hacerse con un botín, o porque quiere tener un gesto con el único blanco que verá en mucho tiempo, o porque está al mando y puede hacerlo, le convida el último trago de alcohol que queda en una botella. Duerme, ya aliviado, con el recipiente de vidrio entre los brazos y a la mañana siguiente, con la sangre de un avestruz que ha sido cazado para el desayuno, escribe en un papel mugriento “Marta, no he naufragado”. Mete el papelito en la botella, la tapa y la tira al río. La botella nada hacia el sur y Diego piensa que tal vez no lo escribió para Marta sino para sí mismo. Subrayo que piensa que tal vez. Mientras ve al conjunto de los hombres que lo tienen prisionero deliberar acerca de su destino, y lo único que no sabe es cómo o exactamente cuándo va a morir, piensa en que esa botella llegará, tal vez, hasta esa utopía que lleva casi diez años siendo su norte, con un mensaje que es a la vez verdad y mentira. Su vida se ha ido a pique, es cierto, pero nunca se ha embarcado --y por lo tanto no ha naufragado--.

Los libros dicen cosas que quisieron ser dichas, y dicen cosas insospechadas para quienes los han escrito. Cuando son buenos, claro. A mí, Zama me dice --me sigue diciendo-- que cuando todo está perdido, cuando todo lo que vemos es un conjunto de tipos debatiendo el modo en que nos van a destruir, en esas circunstancias de catástrofe, podemos mandarle un mensaje a quien tal vez nunca lo reciba --pero tal vez sí-- y contarle que ellos bombardearon nuestro bote, pero nosotres no naufragamos. Que nos fuimos al fondo del río, pero no nos ahogamos. Porque, y ya lo sabemos de sobra, la victoria sólo se construye desde la derrota y quien sueña con Marta, aunque haga años que no la ve ni sabe nada de ella, no ha naufragado.