Vicente López se dibuja como la
descontaminación de la gran urbe de Buenos Aires.
Pero los más grandes valores, se
profundizan y afirman en la paz del pequeño barrio de Florida, donde las
antiguas casitas de tejas se envuelven en un ramaje de verdes de todos los
matices. Sus calles son verdaderas galerías cubiertas de follaje a lo lejos,
hasta donde no da la vista.
Nadie sabe aún cuál es la
entrada al barrio de Florida donde el oxigeno
sigue siendo emperador, pero, para su orientación, un arquitecto genial
ha tenido la idea de instalar, con sólo maderas, dos preciosas estaciones de
ferrocarril.
La ciudad sigue oculta para
todos aquellos descreídos y burlones, pero para los otros que ofrecen su
corazón y se animan a atravesar ese escondido laberinto de la tranquilidad, se muestra
generosa. Entonces se puede descubrir una visión que no defraudará las
ilusiones más románticas: pequeños castillos coloniales, con fosos y atalayas;
algunas capillas con intensiones góticas; antiguas peluquerías en donde todavía
se calientan las toallas para aflojar la barba de los clientes; ciertas calles
donde aún los chicos arman competencias y las chicas dejan marcada en la
calzada la rayuela de Cortázar.
Reflejo de aquella creciente curiosidad
por Florida fue la visita de ese porteño rarísimo que un día vino a preguntar cuáles eran los mejores días para
encontrarse con esos misterios que le
adelantábamos. Entonces le dije:
-- Vea, la única posibilidad es que usted se
proponga recorrerla un domingo de sol por la mañana. Abandone la procacidad de
las grandes avenidas. Comience desde A. del Valle y Maipú hacia el oeste, lejos
del efectismo de Olivos. Allí va a encontrarse con cafesuchos que pueden
ofrecerle la mayor variedad de jugo de frutas con chipá. El cantinero se va a sentar
a su lado para “hacerle pata” y escuchar sus cuitas. La tertulia de hombres
contando mentiras. Se va a cruzar con las bibliotecas mejor montadas. Donde
hace años existía una librería o biblioteca, hoy hay tres. Con plazas en donde la gramilla sigue
saliendo entre las baldosas y con algún libro de poemas olvidado en el banco
centenario. El único busto de García Lorca de todo el País, la casa museo de
varios escultores y pintores. Las aglomeraciones de glicinas en la calle del pecado. Alguna parejita de enamorados, con el prurito de
ocultarle las nuevas y secretas formas del amor en Florida. Los domingos, los
fogosos floridenses muestran deseos sin fin, su voluntad de apoderamiento del
paisaje crece, para luego deshacerse como la espuma, como una promesa de estudiantes.
En la calle Haedo 1683 va a
admirar la vetusta y gallarda casa de Vito Dumas, el navegante tan solitario,
que fue olvidado por todas las autoridades. La casa de la esquina Liniers y del
Valle donde tuvo lugar la famosa reunión en los años veinte con los más reconocidos
escritores y artistas de aquella época. En donde Horacio Quiroga acosó a
Alfonsina Storni para que lo acompañara al Chaco, mientras Quinquela Martín le
decía a Alfonsina que no le haga caso a ese loco desenfrenado.
Lugar de artistas y escritores.
Dormitorio de notables. Territorio de memoriosos.
Esto ya sería la Florida vieja y
muy cerca del Teatro de Repertorio,
se puede apreciar la casa del eterno vampiro Nathán Pinzón y detenerse a
escuchar “Va pensiero…” desde alguna
ventana: la obra más ambiciosa de Giuseppe Verdi, Nabucco.
Va a comenzar a comprender
cuando sienta el aroma a café a la turca de “Las Cortaderas”. Y de paso, la
caída de la banalidad en la plaza de los escultores frente a la estación J. B.
Justo. Las esculturas se forman y se deshacen, conforme la gente las admire. Un
adolescente que habla por celular como esperando una rumia o un fallo a sus
inquietudes. El de la albañilería que pone ladrillo sobre ladrillo. No falta
nada. La jovencita que implanta un brote de catalpa
como rémora de su abuela quintera. Un campanudo zorzal y un enjuto danés
ofrecen una disputa procaz.
María barre la vereda. La
jubilada teje. El marido, sostiene una dilatada francachela con amigos.
El sol parece resplandecer en el
gran día. Es el momento del descubrimiento de Florida, la medida del hombre. En
la esquina de Santa Rosa y O´Higgins nace la tan preciada soledad de un barrio,
que como un pecador arrepentido, se deja
aprehender por el visitante. Algún desprevenido ciclista fracciona el
panorama del gratificante retiro y se confunde en la lejanía. Mientras la
última familia de sapitos furtivos resiste el lento avance del cemento que
centrifuga el metacentro urbano. Claro, los teritos ya se retiraron.
Al doblar alguna esquina se
encontrara con algún afilador soplando la escala elemental de su pegadiza
zampoña sin siquiera intuir a Paganini. Tal vez no tenga ningún interés en
afilar tijeras, sino difundir su censurado mensaje de no romper lanzas. Al llegar
a la Quinta Trabucco es necesario abandonar todo preconcepto y no forzar la
mirada. En un perchero del ingreso se puede colgar todo lo frívolo, toda la
ubicuidad. En algunas de sus salas reina un silencio reparador, pero siempre
rodeado de palabras que llegan desde un pasado hipnótico.
Tal vez, lo maravilloso de los
floridences que se vuelcan al sol, se
encuentre en lo intrascendente de sus caminatas domingueras. No hay nada de
singular en gozar del propio barrio. Sólo verificar que los tilos, los naranjos
y los jacintos sigan allí. Sin novedades. Sin nada para destacar. Todo ese
conglomerado de mil puertas entornadas, con ritmo de pasos lentos y
despreocupados, no se olvida que a pocas cuadras lo espera la ribera de aguas
leoninas, después de la pasta del mediodía.
Siente el artista su ciudad, su
contorno, la historia de sus casas, sus chismes, los secretos que se inician,
las leyendas que se van extinguiendo por el cansancio de sus fantasmas. Cuando
se avanza por la calle Warnes hasta Melo aparece el sagrado silencio, pero
acompañado por todos los silencios y por el canto de los pájaros. Ese aire
llega con su risa de ángel nutricio y sobre los muros aparecen textos del Grupo Poético Floridense asentando
sentencias como “Sin poesía no hay ciudad”. Brota la frase oportuna, la
mitología freudiana, los colores rompientes de un graffiti populachero en los muros
descascarados, los rasguidos de cuerdas trayendo la picardía de vaya a saber
qué chacarera doble.
A pesar de todos los tropiezos
en el empedrado de siempre… Florida está pensando sin descanso en la poesía, en
el éter, en la irrupción del árbol a flor de piel.
De mucho gusto, amigo. Gracias por compartírnoslo.
ResponderEliminarAbrazos,
http://eclipses-pichy.blogspot.com
Hermoso texto que he compartido con alumnas de mi taller.Clara
ResponderEliminarMuy bello. Lo compartí en Facebook para todos los que vivimos en Florida.
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